miércoles, marzo 22, 2023

– Dilo, deja que salga – me dijo...

 Puso su mano sobre la boca de mi estómago, la mantuvo ahí y dijo

-habla

- ¿qué quieres que diga?

 – no tú, tu cuerpo, deja que hable.

Y mi cuerpo habló, de pronto un frío recorrió mi piel, pero no de fuera, sino de dentro, un nudo en la garganta, un par de lagrimas salieron de mis ojos sin explicación.

-Dilo, deja que salga – me dijo.

-No me dejes

Mi razón no entendía lo que boca decía… pero al sentir las palabras por segunda vez llegaron a mis todos esos momentos que no entendí en emoción, pero si en razón: todo pasa por algo. Esto es para que aprenda algo. Claro, este me llevará a otro nivel. No llores, no hay tiempo para eso, hay que estar a salvo. Sonríe todo es mejor sonriendo. Fíjate en no molestar, mejor apoya, tienes que ser fuerte para los demás. No sientas, escucha a los otros, acompaña a los otros.

Tanta razón fue guardando ese sentimiento entre los pulmones y el estómago, ese lugar cómodo donde aprendí a que con azúcar se callaba la maldita esa, esa que de pronto dejaba de ponerme de mal humor con un pastel de chocolate, unas galletas oreo de vainilla, una Carlota de limón. Ese que salía con mascará de ira haciéndome odiar al mundo, a la vida, a mi familia, a mi suerte, mi lugar, mi espacio, mis decisiones, me era más fácil odiar que aceptarla.

En ese momento, con la mano de un extraño en la boca de mi estómago, broto esa sensación de derrota, ese cansancio, se me borró la sonrisa y la pude aceptar. La tristeza.

-Di lo que no has dicho, no a mí, sino a ti – me dijo el extraño – ¿a quién le dices que no te deje?

En ese momento muchos momentos en mi vida fueron brotando.

A esa perrita que atropellaron cuándo yo era niño y no pude despedir y en vez de eso, arranqué en ira destruyendo todo, “no me dejes” quería decir, pero ya era tarde y no recuerdo que pasó días después, no recuerdo si me explicaron la muerte, no recuerdo si me abrazaron, solo recuerdo esa ira.

Esas ganas de decirle a mi mamá, “no me dejes” cuando decidió irse por su seguridad y para iniciar de nuevo con nosotros unos días después, yo sentí que fueron meses y que ni siquiera pude decirle eso porque se fue sin explicarme nada.

A mi papá cuando pudo quedarse a mi cumple pero prefirió irse a estrenar una raqueta, “no te vayas, quédate” quería decirle, pero mi razón convertida creció en ese momento, seguro tenía sus miedos y razones, pero me hubiera gustado que se quedara.

A Daniel cuando decidió que era mejor el suicidio que quedarse a jugar un rato más play, a contarnos los pesares de la vida, “no te vayas, quédate, esto vale la pena a pesar del dolor, son más las cosas buenas que malas, juntos se siente menos feo” es lo que me hubiera gustado gritarle al oído, abrazarlo antes de que decidiera cortar su respiración.

A mi abuela María, la mala unos días, la dura otros, la que hacía milagros con la inestabilidad de mi padre, la que estuvo siempre con una salsa, tortilla y frijoles como base de todo alimento. “quédate un poco más, vamos a comer juntos, déjame llevarte” pero no pudo, el carbón de su infancia pasó factura a sus pulmones, eso y el cigarro y pues no sufrió mucho, pero yo sigo buscándola en un buen taco, una salsa tatemada y unos frijoles negros.

El mejor consejo de todos, “no mata el alcohol, lo que mata es la coca” decía mi bisabuelo, “no te vayas todavía, aún tenemos muchas celebraciones por delante” y tanto celebró que hasta se hizo amigo de su cáncer, tanto tanto que no supo que lo tuvo.


Mi mejor amiga, después de 14 años me cumplió el deseo de que si se iba a morir fuera en mis brazos y a pesar de eso y ciego de su sufrimiento le pedí “no te mueras, no me dejes, a quién le voy a contar todas mis locuras, No te mueras y prometo sacarte más a pasear, pero no te mueras” Me miró de forma cansada y yo le pedí perdón por todo y le agradecí por esos 14 años pero aún no quería que se fuera.

La bisabuela del té de manzanilla con leche, la de la panera llena de conchas y gendarmes, a la que le tomaba de su monedero para comprarme tonterías, la de la magia…. No le pude decir nada porque tenía muchas batallas en la mente y no se me ocurrió decirle nada en ese momento. Hoy día, si le pudiera decir algo sería: gracias por no dejarme sin rumbo y hacer lo mejor para mi a pesar de tus años y perdón por toda la lata que di.

A mi abuelo el que prefirió irse lejos, el que no quería incomodar, ponernos en peligro, el deportista incansable, el taquero, el necio que prefería dormir con el control en mano antes de cederlo. Gracias por ser hilo conductor, gracias por ser el padre de mi madre, gracias por hacerla feliz, gracias por mi infancia de galletas, tacos y paseos a lugares asombrosos.

Tantos momentos tristísimos para mí, tanto dolor callado, recuerdo haberme derrumbado a mi manera, pero no recuerdo haber pedido ser abrazado o consolado, hice una constante el “ser fuerte” y luego enojarme porque nadie estaba para mí. Un ciclo donde yo era fuerte para que nadie se me acercara porque si lo hacía me quebraría y saldrían no sé que cosas, para después recriminar que nadie estaba para mi y luego ser más fuerte para mi porque los demás a mi alrededor suponían que yo estaba bien.

No es que al día de hoy ya vaya llorando por la calle o que a la primera perdida o bajón vaya a ser otro, para empezar pido al universo por no tener otra perdida, pero como sé que esas son inevitables, me pido a mi mismo la capacidad para poder vivir las penas a través de todas las emociones respetando a cada una en su proceso, sin estancarme, sin acortarlas, sin alargarlas, sin disfrazarlas… sintiéndolas… fluyendo.

-Dilo, deja que salga – me dijo, y así está siendo.

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